lunes, 6 de junio de 2022

Farmacias (un poema sobre el amor)

Con el tiempo uno pierde miedo
a las farmacias
y las visita con cierta asiduidad
como quien va a comprar el pan.

En su haber de fármacos útiles
se encuentra el individuo
la felicidad de un relajante muscular
y el frescor de un enjuague bucal;
la indolencia encerrada en el calmante
y la fugacidad del deseo de un condón;
la urticaria que provoca la sección bebés
y el pavor ante las pastillas del día después.

Habla uno de memoria, pues,
pese a no tenerles miedo,
tampoco tengo deber
ni necesidad de entrar en alguna.

Tampoco voy mucho a comprar el pan.

Farmacias.
No entro en ellas buscando el peso ni la estatura
que me definan.
No entro en ellas buscando el placer de la charla
por la charla.
Tampoco entro en ellas buscando la falsa sensación
de paz de un valium mezclado con ron.

He observado que en su existencia reside
la indirecta sensación de enfermedad,
la baja altura de miras para con uno y su sistema inmunológico,
la hipocondría de un alma insuficiente consigo misma.

De hecho, 
desde que le he perdido el temor a las farmacias,
aprovecho para entrar más en los bares.

En ellos reside la verdadera paz.
La que da la algarabía,
la música,
la palabra del que nada sabe
y aún así todo lo explica.

En ellos reside la amistad,
la de uno con el mundo,
la de uno consigo mismo
y, sobre todo,
la de uno con una.

En ellos he encontrado el amor.
Viendo ciertas caras me he habituado
a la belleza de la mía.
Me quiero un poco más, podría decirse,
que no es poco.
Y como no todos son igual,
entro en uno distinto cada día
según me pique la curiosidad.

Encuentro así en cada uno
un amor diferente al de los demás.
Un amor amargo y refrescante a la par.
Un amor que embriaga a los sentidos
acariciando con calma el paladar.

Desde que he descubierto los bares de mi casa,
uno por cada esquina
-y en una casa hay cantidad de esquinas-
ya no busco mujeres apoyadas en barras de bar,
pues nada nuevo me ofrecen
que no me lo de ya la cerveza.
Y en las farmacias...
En las farmacias solo entro
para buscar la aspirina
que me quite este dolor de cabeza.

lunes, 22 de noviembre de 2021

#unmesdeescritura - Día 10: Mi yo en negativo

Ten esta fotografía en tus manos
y observa bien sus líneas:
en ella me verás.
¿Que no? Oberva:
bajo los contornos
de mi mirada
relucen de gris oscuro
toda una retahíla de injusticias
que la sociedad pegó a mi alma.
Esos bordes que definen el fotograma
los definen a su vez
la soledad de una familia lejana,
la falsa querencia para conmigo
de cualquier amistad que me rodea,
la ausencia de cariño.
Si oteas las profundas sombras
bajo mis hombros,
distinguirás nítidos los momentos
en los que mis ojos se tuvieron
para sí mismos
y para nadie más.
Verás lucir en el pecho
una hondonada jamás rellenada
y un vacío para nada hedonista
en mi estómago también.
Fíjate en mis manos:
callos y callos y callos
y más callos adornando mis nudillos;
fíjate en mis brazos:
restos de suturas anteriores
sobresaliendo por las mangas;
fíjate en mis pies:
el rastro impoluto de la limpieza que envuelve
unos zapatos que nunca pisaron calle alguna.
Al fondo reluce la montaña.
Sobre ella relucen las nubes.
En mi testa un atisbo de tormenta.
Baja la mirada y
encuentra tristeza en la mía,
un rictus impasible y serio
donde debería habitar la sonrisa,
una extraña claridad en mi garganta,
como de quien alza la voz
y el resto se obligan a escucharle.

¿Te sorprende? ¿Te extraña algo?
¿Acaso no sea yo ese, no me reconoces ahí?

No desesperes, no le des la vuelta
a la fotografía: revélala tan solo.
En ella me verás.

domingo, 21 de noviembre de 2021

#unmesdeescritura - Día 9: Escribe una reseña de un sitio al que no hayas ido.

Reseña escrita por Don Cobacho para Casa del terrón de la feria de Mollina - 4 estrellas de 5 ★★★★☆.

Mis amistades y yo andábamos buscando algo de acción terrorífica para complementar la tarde de desfase etílico que caracterizan las ferias de pueblo a las que solemos ir de vez en cuando. Nuestro amigo A.J. nos propuso ir a una casa del terror que había visto a la entrada del pueblo, así que le hicimos caso y nos dirigimos hacia allí cerveza en mano.

Ya de entrada nos sorprendió que la entrada fuera gratuita y que la fachada del local estuviera toda adecentada con colores pastelosos y figuritas dulzonas, pero aún así accedimos a su interior para comprobar en nuestras pieles el mantra tan extendido de que las apariencias engañan.

Al entrar, nos recibió una señora mayor embutida en un vestido de tela áspera y color rosa palo, coronada con unos bucles tan tiesos en su peinado que cualquiera diría que todavía llevaba puestos los rulos de la peluquería. Una de nuestras amigas no pudo evitar lanzar un grito de pavor mientras se tapaba los ojos, aunque al tratar con la dulce abuelita, sospechamos que el susto no provino de ella sino de la rodofobia de Rosa. Tiene malaje que la pobre tenga un miedo atroz a su color homónimo, el rosa. Tras la confusión generada por el grito, Rogelia, que así se llamaba la amigable portadora de rulos, nos ofreció unas delicias de pistacho mientras nos invitó a pasar a la segunda estancia de la casa. El nombre de estos dulces árabes no podía ser más adecuado, he de decir. 

Al pasar a la siguiente sala a través de un angosto pasillo de paredes negras, nos recibió un hombre de mediana edad con una redecilla tapando su incipiente calvicie y un delantal manchado de rojo sangre, blandiendo un rodillo de panadero en su mano derecha. Esta vez el que gritó fui yo, pero no por el rodillo enharinado ni las manchas de rojo de su delantal, que no era más que colorante alimenticio, sino porque el susodicho era clavadito a mi amigo Manuel, al que aún debo 50 € desde hace 2 años, y que espero que no tenga como hobbie leer reseñas de Google como esta (Manuel, si lees esto, te pago el mes que viene, juraíto). Al parecer, el hombre no era más que el responsable de amasar y hornear los bizcochos de una tarta que nos dió a probar. ¡Estaba de categoría! Posiblemente la mejor red velvet que habré probado en mi vida.

Tras chuparnos los dedos para borrar todo resto rojizo de nuestras manos, nos encaminamos a la siguiente estancia, de la que provenía un sonido metálico repetitivo, como de cuchillos entrechocando y cercenando cartílagos. María tomó la iniciativa y fue la primera en asomar la cabeza por el marco de la puerta. Nada más hacerlo se giró, nos devolvió una mirada temblorosa perdida en la palidez de su cara, y musitó un lastimero "no, no, no, por favor, no... otra vez no..."  mientras se dejaba caer al suelo deslizando su espalda por la pared. Rosa, que ya se había recuperado del primer susto, la abrazó y la ayudó a levantarse al tiempo que A.J. y yo entrábamos en la sala. Al entrar pudimos comprobar que, efectivamente, ahí se daba lugar una de las escenas más temidas por María: cuatro personas se esmeraban, espátula en mano, a cortar cientos de caramelos de azúcar en sus mesas de trabajo. Y es que nuestra pobre amiga recibió un caramelazo en el ojo izquierdo siendo pequeña, y desde entonces le tiene pánico a los caramelos (y a las cabalgatas de Reyes Magos); así que pasamos lo más rápido posible por allí no sin antes aprovechar para coger un puñado de caramelos de fresa y de limón que nos ofrecieron quienes allí estaban.

Al cruzar la que parecía la penúltima puerta, quien saltó al grito de "¡AARGH, MUERTE!" empujándonos para escapar por donde habíamos accedido, fue quien nos propuso entrar a esta particular casa del terror: nuestro amigo A.J.. Después del barullo que formó al lanzarse sobre nosotros, pudimos recomponernos y salir a la última estancia para reírnos con lo que había provocado el susto de Apolinario Juscelino, disléxico de nacimiento y que siempre se presenta como A.J. (por razones obvias): en la pared del fondo, sobre la puerta de salida, unas luces de neón rojo iluminaban un cartel que decía ¡Muerde! con una flecha apuntando a una estantería repleta de magdalenas y brownies de chocolate. Hicimos caso del cartel, y tomamos un par de piezas cada uno para salir a la calle tras despedirnos de Rogelia.

Al final del día, con tanto dulce y caramelo, los cuatro acabamos cagándonos las patas abajo. Como, a fin de cuentas, era lo que buscábamos desde un principio, puntúo con 4 estrellas sobre 5 a esta Casa del Terrón.

P.S.: Nunca dejéis a un disléxico encargarse de la organización de nada.

sábado, 20 de noviembre de 2021

#unmesdeescritura - Día 8: ¿Qué hacías un 9 de agosto de hace X años?

Como soy un poco bastante testarudo, a pesar de haber pasado ya más de tres meses desde que Elena Medel nos propusiera los ejercicios de su #unmesdeescritura para 2021, me he propuesto retomarlos allá donde los dejé: en el octavo día del reto. Con la premisa ¿Qué hacías un 9 de agosto de hace X años? he elaborado este mini relato de fantasía con tintes oscuros.

Tal día, no como hoy, puesto que es 20 de noviembre y no 9 de agosto, andaba yo perdido entre manglares de un verde caústico para las retinas de quienes miran sin ver, buscando en la salinidad de sus aguas el toque extra de sabor que excitase las pupilas gustativas de mi lengua. Cuando el baño de placer parecía acariciar mi cuerpo y mente, atrayéndome hasta lo más profundo de su horizonte, vislumbré de entre las ondas de luz que atravesaban su superficie el brillo marfilado de la bestia que en su remanso dormitaba.
En sus colmillos encontré el recuerdo de las marcas sobre mi piel, el temor a sangrar de nuevo sin saber si me salvaría en esta ocasión. Pero la experiencia es un grado, y conociendo las propiedades de arenas movedizas que se escondían en sus garras, comencé la huida con la sutileza con la que una serpiente se acerca reptando por la espalda de su víctima, pero en sentido contrario. Debía ser cauteloso, cualquier movimiento brusco activaría su mecanismo de caza y provocaría mi caída en sus redes como una mosca cae en una telaraña.
Me aparté con toda la delicadeza de la que me pude armar, e intenté sacar los pies de la ciénaga en la que se estaba convirtiendo el paisaje. Pisé en falso. Aún no discierno el motivo que me empujó a agacharme de nuevo a la orilla para beber de sus mieles, pero fuera cual fuera la causa, fue mi perdición. Pisé en falso y el fango rodeó mis tobillos. El mero esfuerzo de levantar una pierna hacía que la otra se hundiese más por mor de la succión que el barro ejercía sobre mi cuerpo. Quedé atrapado de nuevo.
Todo este suceso no ocurrió un nueve de agosto, puesto que para entonces ya me hallaba sumergido por completo bajo la superficie, danzando cual rémora hambrienta siempre a remolque, rezagada tan solo unas pocas decenas de centímetros de la bestia que me marcaba el camino. Suena irónico, lo sé, y de hecho lo es con toda razón: al verme frente a sus fauces, quise escapar; mas una vez apresado, era yo mismo quien se apresuraba a seguirle el paso y posicionarme allá donde su mordida fuera factible, allá donde la dentellada fuera letal. Supongo que todos llevamos un suicida dentro que toma las riendas de vez en cuando, y el mío las tomó guiándome a lo más oscuro de mis temores, conduciéndome al infortunio.
Hoy, veinte de noviembre del vigésimo primer año de este segundo milenio de vida de nuestra civilización, y tras mucho tiempo nadando en estas aguas, recurro a este recuerdo para no olvidar lo que fui, para que los últimos resquicios del humano que fuera en su momento renazcan de entre las escamas y despierte en mí la necesidad de abandonar este manglar del que ahora yo soy el rey. Del que ahora yo soy la bestia.